04 abril, 2011

vivir lejos

Siempre fue un inconveniente. Mi cumpleaños era la única ocasión anual en la cual la gente se aventuraba hasta mi casa. Aunque previo a eso generalmente podía ser sometida a una encuesta, en la cual me han preguntado por mis gallinas, mis vacas, el chupacabras, el alcance de internet, el agua corriente y hasta los velocirraptors de la zona. Sí, gallinas. 
Niños de departamento que creen que fuera de la Capital Federal hay un mundo diferente e ignoto que presenta peligros inimaginables, tales como el malvado vendedor de velas, pollos mutantes, indios o el gaucho Martín Fierro. Pero no son los niños los que me sorprenden, sino sus padres. Lograr que los dejaran venir a mi cumpleaños era toda una odisea: llamados, visitas, mentiras, promesas, desacatos, negociaciones; un despelote. Y todo porque mi casa estaba del otro lado de la General Paz. ¡Ah, la General Paz! El muro de Berlín. La Gran Muralla. El portal a través del cual se penetra en otra dimensión regida por leyes distintas y con muchos menos habitantes por kilómetro cuadrado. 
El mito urbano clásico cuenta que en el conurbano no hay muchas luces ni muchos autos, pero sí muchos perros, muchos robos y mucho crack. Y, la verdad... no es taaan así. No voy a mentir: perros hay bastantes; más que autos, quizás. Pero la vida es tal cual la del resto de los mortales, sólo que con menos ruido a bondi, menos olor a caño de escape, almacenes que fían y algún que otro viejito tomando mate en la vereda. Y no resulta tan escalofriante así dibujado. Comprendo, igual, lo difícil que es desprenderse de un mito urbano. Yo he oído algunos nuevos últimamente, y por eso trato de andar menos por la Capital. Algo de Macri...
A esta altura del partido, igual, ya no es algo que me perturbe mucho, la distancia. La crisis ocurrió a eso de los 15, 16 años, cuando mis compañeritos se juntaban a hacer trabajos, tareas, a estudiar o a huevear; y yo en mi conurbano. Le tuve bronca, pobre, cuando él no tenía la culpa de nada. De hecho, me dio la mejor vida que podría pedir, y creo que es por eso que el contraste dolía tanto. A veces de mis amigos no me separaba más que una medianera, y de repente para ver a cualquiera de ellos tenía que recorrer toda una autopista. Para ir al colegio podía saltar la pared del fondo simplemente, o caminar los 90 metros que me separaban de la entrada, y, de repente, tenía que levantarme una hora y media antes de entrar y viajar media hora en coche. En comparación, la nueva no era vida sino sólo un martirio. Por suerte le empecé a tomar cariño a viajar en tren, porque desde ese momento la nueva vida fue distinta. Y aún hoy cada vez que me subo lo transformo en mi pequeña aventura diaria y los 40 minutos y 20 kilómetros a mi hogar se me pasan en un periquete.
Pero el tren es un capítulo aparte en mi vida, porque la persona (como moi) que vive en el conurbano, para ser feliz, debe crear un mundo paralelo dentro de su transporte (en mi caso, el vagón) y alterarlo a discreción, matizándolo como más le guste. 
En definitiva, vivir lejos fue siempre un problema porque indefectiblemente me mantenía alejada. El mundo globalizado de hoy, la máxima ciento treinta, el registro nacional único y el Sarmiento, cada uno cuando corresponde, me tienen bastante satisfecha y vinculada con la gente. Mientras tanto, entonces, disfruto de los perros, de la falta de ruido a bondi y de olor a caño de escape, de los almacenes que fían y de los viejitos tomando mate en la vereda. 
Es tan linda la distancia cuando quiere.

2 comentarios:

  1. yo quisiera que recordemos el día en que caí de sorpresa a tu casa y vos no estabas, y te esperé entre 15 minutos y media hora parada en la puerta de tu casa (no me podía sentar porque tenía pantalón clarito).
    vos llegaste de haber salido a manejar y me dijiste "nunca nadie había venido de sorpresa" y me sentí feliz.

    ResponderEliminar
  2. ni se compara con lo feliz que me sentí yo

    ResponderEliminar