14 abril, 2011

cuarenta minutos

Hoy volví en tren a casa. Tres cosas hicieron que mi viaje valiera la pena. Enumero:


1) Me tocó subirme en un tren de dos pisos, e hice lo que siempre que me toca subirme a un tren de dos pisos: me fui a la parte de abajo. Es la parte más linda del vagón, porque me permite observar el mundo viendo sólo su superficie. Es muy diferente cuando uno puede mirar cómo son las cosas en su totalidad, cómo está vestida la gente, cómo son los techos de las casas, o las copas de los árboles; es clásico. Pero desde la parte de abajo del tren de dos pisos, uno sólo ve pies. La gente representada por sus zapatillas, los árboles por sus raíces y las casas por sus cimientos. Y lo mejor de todo es que la gente se mueve, y uno puede ver cómo dan sus pasos. Se ve cuando se pasean en vaivén sobre la línea amarilla del andén, esperando. Se ve un par de pies grandes que dan pasos amplios, seguidos de cerca por unos pies más pequeños que dan pasos cortitos. No sé muy bien qué tienen los pies que me maravillan tanto, pero yo disfruto de esta nueva forma de mirar a la gente cada vez que puedo.

2) Atrás mío venía una niña sentada a upa de su mamá. Tenía la voz más de niña que uno pueda pedir, y hablaba todo el tiempo. Podría haberla odiado, como suele pasarme con los niños que hablan incesantemente y con voz de bobos, pero ésta era súper bububu. Cantó (o trató de cantar) todo el repertorio de canciones infantiles conocidas sobre la faz de la Tierra, empezando por "La vaca lechera" y terminando por "El reino del revés". Pero sus intentos me resultaban muy cómicos, porque podían ser algo así contradictorio como "No es una vaca lecheeera,/ es una vaca lecheeeera", o desesperados como "Es una vaca cualquieeeera,/ no es... lecheeera". Y todo lo decía con su voz maravillosa de niña y me hacía sonreír tanto que se me veía un poco el arito.

3) Al lado mío, parado también, venía un señor (y cuando sigo señor pretendo que se entienda "alrededor de cuarenta años") escuchando los Redondos a un volumen que de un momento a otro iba a destruirle los tímpanos. Además, el señor venía cantando. Ojo, yo lo entiendo perfectamente, porque a veces yo misma vengo escuchando con mis auriculares mi música que me hace muy feliz, y la tarareo, o muevo un poco la boca, o hago percusión sobre la manija de la cual vengo agarrada, o muevo la cabeza de derecha a izquierda, o de adelante hacia atrás, dependiendo de si sean The Fratellis o una canción de Linkin Park que me enloquece un toque. Demasiado específico. La cuestión es que todos venimos un poco en nuestro mundo cuando escuchamos música. En su mundo, por ejemplo, el señor cantaba, sólo que lo hacía íntegramente en falsete. Sí, los Redondos, todo en falsete. No sé si es que escuchaba tuneada la voz del Indio Solari o si era un cover de Daniela Herrero, pero el señor reproducía su repertorio musical considerablemente más agudo de lo que en realidad era. Pero con mucho feeling. Y a veces los agudos eran muy agudos hasta para su falsete, así que la voz se le iba y quedaba sólo un ruidito casi inaudible de garganta vibrando, mientras ponía cara Indio Solari sobre el escenario. Pero, tal como los pies, éste tipo, con su pasión por los Redondos y su falsete asesino, me maravillaba. Me ponía feliz que estuviera cantanto súper copado al lado mío, y que hiciera caso omiso a la vieja de enfrente que lo miraba de reojo tal como miro yo a las viejas que miran de reojo a la gente que es feliz a su manera.
No sé, fue un lindo viaje en tren. Era hora pico borderline, se estaba empezando a llenar, la gente ya andaba de mal humor, mirando sus relojes y demás. Pero yo lo disfruté, porque sin mi música igual estaba en mi mundo. :)
Ah, y me enamoré por un instante de un pasaje de Villa Luro, porque lo vi de unos colores que nunca le había visto antes e iluminado de una forma muy rara y... bueno, no se puede describirlo bien; tendrían que haber estado ahí.

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