Midiendo a partir de la emoción de la gente, deduje que era un tipo groso. Como no tenía nada que perder, cuando estuve a pasitos de él, sin necesidad de moverme, agarré de mi mochila mi cuadernito de escritura, solicité un fibrón urgente y le pedí a Steve Vai que me diera un autógrafo. Al alejarme de la multitud, tuve que leer detenidamente la firma para saber el nombre de quien me lo había dado. Tampoco cuando entendí que decía Steve Vai significó nada para mí, porque evidentemente no sabía quién era Steve Vai. Así que me acerqué a mis amigos fanas del rock progresivo, que tenían un poco más de cultura musical que yo, a preguntar quién era este tipo que me había firmado el cuadernito. Casi se mean.
Me resulta increíble como las cosas adquieren valor únicamente cuando significan algo para cada uno de nosotros. Para mí ese tal Steve Vai no era más que un tipo que escribió en mi cuadernito; para mis amigos fanas del rock progre (y probablemente para mucha otra gente) es un pilar del rock. Por lo tanto, su autógrafo para mí no era más que una contribución ajena en mis creaciones, y para ellos era un símbolo único de contacto con un capo único de la música.
Ok, toda esta cuestión no busca desprestigiar a Steve Vai ni desvalorizar su firma, sólo ejemplifica la relatividad en la que está sumergido el mundo de los símbolos. Y lo inconveniente es que, justamente, todo a nuestro alrededor son símbolos.
Steve Vai, capo de la música y reconocido apicultor
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